“Había una chica tan del Casco Antiguo, tan del Casco Antiguo, que un día salió a San Roque y se perdió”
Ya en el Barrio Alto, me encuentro doblando la esquina del Carmen. Sigo caminando por la calle de la Soledad. De repente me paro ante un lugar. Aún huele a humedad pero en mi, se permeabiliza un recuerdo que me entrega ese olor. A mi derecha queda la fachada de uno de los sueños rotos del proyecto Soledad Bohemia: en un color mostaza claro o algo parecido se sitúa lo que fue la Casita de Veatriz Roma. Recuerdo su escaparate: sus monerías de ropita infantil y las hadas Baldour que tanto me gustaban y que alguna vez toqué con detalle y la alegría y el entusiasmo que Veatriz y Arancha pusieron en aquellos momentos en su negocio como tantos otros. Pero vuelvo a mi realidad. Busco mi particular “Punto de Vista” sin vaticinar que me espera algún que otro obstáculo de los de” quita y pon”, como yo les llamo, que resultan siempre los más peligrosos cuando voy caminando por la calle porque, como digo, hoy están y mañana no, o al revés. Para quienes vemos a medias, se transforman en desagradables y peligrosas sorpresas que pueden llegar a darte un buen susto como me ha pasado esta vez, justo antes de encontrarme con Maite Campiñez, gerente de la Casa de Comidas “Abuela Justa” que, literalmente, ha salido al rescate cuando mi pie izquierdo casi se metía en un agujero de una rejilla. “Cuidado”, me advertía desde lejos. Maite sabe de mi baja visión porque nos conocemos desde hace algunos años y aunque habíamos quedado a esa hora, yo imaginaba que estaría pendiente de mi llegada y saldría al encuentro. Allí estaba, efectivamente, para salvarme de un tropezón y para indicarme cuál era exactamente la puerta del local. Juntas comentamos la anégdota y lo que suponen este tipo de barreras. “Es que a veces, arreglar es arrancar”, asegura resignada mirando al suelo y tratando de explicarme qué es lo que sucede con esa trampa improvisada añadiendo que lo que se ha hecho ha sido arrancar trozos de rejilla que estarían levantados y me comenta que tan solo unos metros más abajo, había una placa en el suelo que también ponía en peligro la integridad física de más de uno y que al situarse justo en frente de la puerta de su local, optó por poner una mesa sobre la misma, con el fin de que pudiera ser identificado el peligro para los viandantes. “Total, Maite”, le dije yo, “que aquí en el Casco Antiguo, mientras os arreglan las cosas, ya ponéis vosotros los parches”. Ambas nos reímos y me comenta que así es cuando no queda otra.
Bueno, entonces “¿esta es la puerta del bar?”, le pregunto con el fin de que nos vayamos acomodando para hacer la entrevista. “No”, responde mientras saca la llave y abre, “esto es el almacén y más abajo está la entrada principal”. Entro tras ella, por la puerta de atrás, como en las novelas de misterio y me indica que aquí solo existe un pequeño escalón que me doy cuenta, al tocarlo con el pie, que hasta las sillas de ruedas lo superarían sin problemas y que, sin embargo, en la otra entrada sí que hay un acceso más complicado. Ahora voy ya entendiendo lo de “Casa” de comidas porque, pese a entrar por el almacén me doy cuenta que no estoy en un trastero lleno de cacharros y cajas, sino que se trata de una salita ordenada y decorada con una gran mesa blanca en el centro y algunas sillas y Maite, me cuenta que efectivamente, se trata de otra sala en la que monta a veces comidas de entre cinco y diez personas, “que ahora con la que tenemos encima, no se puede andar una con historias y todo tiene que estar bien organizado”. Es un negocio familiar y se respira tanto en la decoración como en las propias acciones. Maite me trata con cariño y mimo desde que nos hemos saludado y con nosotras también está Solete, la pequeña de la familia de cuatro que han formado Maite y Javier Gutiérrez, Guti, que camina detrás de mi y obedece al pie de la letra las instrucciones que su madre le va dando, sobre que aparte un carrito de la compra, “para que pase Susana” o que encienda la luz del pasillo que conduce del almacén al pequeño restaurante, “para que vea mejor Susana”. No se lo digo, pero pienso que para Solete y sus 12 años, tal vez resulte algo curioso y a la vez que conciencie, eso de compartir estos minutos con una persona casi ciega y ver cómo se mueve y cómo la ayuda su madre. La imagino pizpireta como me parece que es, relatándole la experiencia vivida a sus amigas y me gusta pensar que haya aprendido algo y de la forma más natural que se puede aprender.
Así, como en casa y más concretamente en Casa de la Abuela Justa que preside la estancia en un enorme cuadro, nos encontramos las tres sentadas en cómodas y entrañables sillas de nea “como las de la Abuela”, apostilla Maite cuando mis manos palpan las patas de madera y el asiento. Soy la única clienta en ese momento y antes de saber quién era la Abuela Justa, quiero saber quién es Maite Campiñez y como siempre, comienzo por el autorretrato. Aunque antes, nos paramos en una anécdota que transformamos entre risas en un chiste espontáneo: “era una chica tan del Casco Antiguo, tan del Casco Antiguo, que una vez salió a San Roque y se perdió”. Así comienza Maite por autodefinirse como una ciudadana del Casco Antiguo. “Perderse en San Roque es fácil. Fui a casa de mi hermano que vive en la calle Vissta Hermosa y acabé en la Iglesia desde la que sale la burrita y tuve que preguntar y todo, desde el coche, que dónde quedaba la calle. Mis hijas se morían de la vergüenza”. Maite considera que el Barrio Alto abraza fuerte e intensamente y ella y su familia se dejan querer. Viven en la zona de Arias Montano y tienen el negocio en la Soledad.
Durante muchos años, Maite trabajó en la librería Diocesana, la librería Padre Rafael. Confiesa que le encantaba estar entre libros y quiso hacer un sueño realidad: “llegó un momento en mi vida cuando mis hijas fueron mayores y me propuse montar mi propia librería. Tenía claro que permanecería en el centro, donde siempre me he movido. Mi particular triángulo de las Bermudas: la calle Arias Montano, la calle San Pedro de Alcántara y la Plaza de la Soledad”. Entonces monta la librería Mercurio, aunque reconoce que no en el mejor de los momentos, precisamente. “Cuatro años con ella que me hicieron aprender mucho. Entre otras cosas, me di cuenta de que para montar una librería es necesario contar con un respaldo económico y que desafortunadamente, es un negocio muy complicado aunque es una pena, porque mantenerla es difícil”. Pero siempre primó la ilusión y las iniciativas para dinamizar ese espacio, como rememora Maite, enumerando algunas de ellas, como presentaciones de libros y hasta talleres de cocina para niños. “Todo está en los libros y además era una manera de atraer público y que los padres llevasen a los niños a una librería que al final, era de lo que se trataba”.
Pero de hacer talleres de cocina para niños, al final Maite acaba cocinando. ME intereso por saber cómo es ese paso y cuál fue el motivo. “Pensé que había que recuperar el concepto en el Casco Antiguo de Casa de Comidas. No es lo mismo que un restaurante. Se trata de sitios que son muy familiares en los que se busca degustar platos de cocina tradicional, casera y de un menú del día. Comida hecha aquí con el mismo mimo que en una casa. Ten en cuenta que yo voy cada día a la frutería, a la carnicería, pescadería, compro cada cosa que necesito. En fin, es otro concepto. Funcionamos como en una casa”.
Todo aquí, desde el ambiente y el trato, hasta la decoración nos revive que estamos comiendo en casa de nuestra abuela. . “Llama la atención que no tiene más que una pequeña barra que te aclaro, no sirve para consumir,, sino para recibir. Mesas de dos cuatro y seis comensales. Todas vestidas con mantel de cuadros y el típico baso azul de cristal de la abuela. No son mesas para tomar una cerveza, sino para sentarte a comer y charlar en casa de tu abuela”.
Entonces, llegados a este punto no me puedo quedar con las ganas de conocer a la famosa Abuela Justa. En esta respuesta, la voz de Maite se vuelve aun más cálida y sonríe al hablar de alguien que aun hoy le parece tan entrañable, que ha sido capaz de transmitirlo a todos los que la rodean, incluso sin conocerla. “La Abuela Justa fue mi tatarabuela. Provenía de un pueblecito de la sierra de Madrid llamado Rascafría. Allí ella regentaba la Hospedería del Monasterio del Paular. De hecho su historia la tenemos rescatada aquí en la casa y en la puerta, hay una referencia que se hizo a ella, en la revista Alpinista, en la que se mencionaba a la Abuela Justa, porque por allí pasaba mucha gente importante a comer. Por ejemplo, la hermana de Alfonso XIII hacía allí algunas paradas cuando iban hacia el palacio de verano”. Justa era la cocinera y tenía trabajando con ella a sus hijas. Me pareció una historia tan bonita que decidí rendirle este homenaje”. Así que, por cosas de la vida al final la Abuela Justa será siempre recordada en Badajoz y precisamente también en este lugar con tanta historia y tanto encanto que es el Casco Antiguo. Vino a parar aquí porque quiso el destino, según narra Maite, que una de sus nietas, Antonia, acabase casada con un pacense. “Mi abuela Antonia, la madrileña, cocinaba muchas recetas de la Abuela Justa y yo con ella. Hoy, fíjate lo que son las cosas, resulta que las guiso para mis clientes aquí”.
Precisamente se que cada día se ofrece un menú diferente, pero le pido a Maite que me diga qé es lo que no podemos perdernos. Ese plato típico que ha pasado de generación a generación a través de los fogones y lo tiene claro: “aquí hay que venir a comer el cocido que además se come completo y se guisa todos los jueves. Pero el cocido madrileño con su sopa, garbanzos, carne, repollo, en fin, con todo”.
Pues como es casi la hora de comer, lo que me apetecería sería degustar ya alguno de esos platos en tan buena compañía, pero el deber me llama y antes de apagar la grabadora, tengo que reflexionar, una vez más, sobre la actual situación de este Barrio Alto que continúa sumido en su gran y característica contradicción que, una vez más, el testimonio de Maite Campiñez, pone en evidencia. “Ayer por la tarde salí con mi marido a tomar un café. La temperatura era ideal y se estaba muy agusto. Pues bien, parecía esto un pueblo fantasma. Es un sitio entrañable para vivir en el, pero situaciones como esta me producen tanta tristeza. Existe una doble cara. Cada vez recibimos a gente más variopinta. Hubo un momento que no se veía tanto pero es cierto que ahora hemos vuelto a una cierta inseguridad que no es que de miedo porque aquí todo el mundo se conoce, pero no es agradable y es una pena”. Pero una pena que no prima, que al final se la come el olor del guiso del menú del día que impregna la calle de la Soledad de vida, de encanto y de apego. Por eso pese a todo, ahí está también la Abuela Justa.