“El kiosco donde trabajábamos era pequeño. El de ahora es más bonito y cómodo, claro. El nuestro no tenía tantas comodidades. He pasado muchos años muy incómoda, no teníamos ni cristales siquiera. Recuerdo que nos poníamos papeles de periódico en el pecho y en la espalda para evitar el frío”.
No es la primera vez que alguien viene a mi rescate en medio de la calle, cuando me encuentro en una situación comprometida. En ese momento aparecen como ángeles de la guarda y te sacan del apuro y no, no exagero, para nada. Esta vez estoy en medio del Paseo de San Francisco porque tengo que acudir a la Marina para la entrevista con Ángela Martínez, una mujer que hizo historia en la ciudad por la forma y el cariño que ponía en los apetitosos y clásicos bocadillos de calamares del kiosco del parque. Pensando en aquel olor tan característico que salía por todos los rincones de San Francisco y en cómo había cambiado ahora el aroma venía yo y de repente, me vi envuelta entre tubos de metal, vallas y andamios provisionales, maderas y yo que sé cuantos cacharros más y nada, que no podía salir de aquel laberinto que se había improvisado en unos minutos poniéndole a mi ruta emoción y de la buena. Para una persona con mi condición visual, el simple hecho de que, en un lugar tan diáfano sobre el que no existen ya de por sí muchas referencias para caminar, como es San Francisco, se coloquen de momento todas esas piezas, supone otro mundo. EL sitio cambia totalmente y las pocas orientaciones que una ya conoce, desaparecen por arte de una magia que me recuerda a la película de Harry Potter, cuando entre pared y pared, así porque sí, aparece el andén “Nueve y Tres Cuartos”; otra dimensión, vamos. Totalmente desconocida para el común de los ciudadanos que carece de ese magnífico poder que, en mi caso, no es otro que el de la “Visión Perfecta”. Pero por fortuna, un buen amigo que además es empático, como otras muchas personas que conozco y que lo han hecho en más de una ocasión, aparece por allí al verme titubear y me salva cual super héroe;¿ es un pájaro?, ¿es un avión?, no, es Álvaro Indias, el de “arteotro” y que pasó, no hace muchas semanas, por esta sección también. Me explica que todo está manga por hombro. ¿No me digas?, no me había dado cuenta, le comento sacando a pasear mi ironía. Me explica que la causa del desaguisado se debe a que pronto se inaugura el mercado navideño y lógicamente, estos son trámites que hay que hacer. Efectivamente eso pienso yo porque, evidentemente, si es cierto que en ocasiones, hay obras y barreras que no se pueden evitar y que constituyen mejoras en el entorno o hechos puntuales, como en esta ocasión. Tampoco pasa nada. Se lo agradezco infinito y sigo mi camino. Pienso en lo importante que es la solidaridad entre los ciudadanos y lo bien que nos iría si todos nos ayudásemos los unos a los otros. Me pregunto por qué a veces costará tanto hacerlo, con lo bonito que resulta y lo bien que se siente, tanto el que presta la ayuda como quien la recibe.
Abandono la auténtica jungla que es hoy San Francisco aunque, insisto, por razones justificadas y busco la puerta de la Marina. Sale una mujer de pelo blanco y voz entrañable que me llama: “Susana, Susana, hija estamos aquí dentro”, me dice. Yo pensé que tendría más dificultades para encontrar a mi entrevistada porque conmigo, la cosa no es tan fácil como lo de enseñar una foto y “yo te busco”. De hecho, iba a preguntar en el restaurante por ella pero Ángela asegura que me conoce de vista. “Pues mira”, apostillo, “precisamente de vista yo a usted no la conozco, aunque sí me han hablado y mucho”. Enseguida me pide permiso para tomarme del brazo y amigas, junto con su hermana Leoncia, ocupamos una de las mesas y me aclara que nos vamos a tutear, lo cual me encanta.
Si pudiésemos, por las ondas sonoras y por aquí, a través de Internet, os enviaríamos a todos el olor de aquellos míticos bocadillos de calamares que se hacían en el kiosco de San Francisco. Ángela y toda su familia, forman parte de la historia viva de la ciudad y de su corazón y doy fe de que no solo por los famosos bocadillos. Antes del tradicional autorretrato, bromeo con Ángela Martínez y sus más de ochenta años que para mí los quisiera tal y como la percibo y le digo que si aquel olor le trae buenos recuerdos o si quedó harta de él. “No hija, yo todo lo hacía con todo mi cariño, porque tenía muy buenos clientes y ellos se merecían eso y todo mi respeto”. Educación y contundencia bien servida, sí señora. De hecho, Madrid tiene también mucha fama de bocadillos de calamares en la Plaza Mayor pero claro, nada que envidiarle a los de Badajoz, ¿verdad Ángela?. “No que va. Ni mucho menos. Yo he oído que en Madrid también son muy buenos pero no tenían este punto. Aunque yo no les hacía nada y mucha gente se creía que había algún secreto, pero secreto ninguno”.
Aquí, Leoncia nos cuenta una anécdota de cuando ella vivía precisamente, en Madrid. La hermana de Ángela, narra orgullosa, en este paréntesis que debo abrir, cómo se llevó una grata sorpresa un día al ver en una página del Diario “Hoy”, que compraba siempre, a su hermano Miguel Ángel en una foto en portada, con un gran calamar en cada mano y hablando de estos manjares en forma de bocatas y del kiosco de su Badajoz.
Tengo que saber quién es Ángela Martínez de boca de ella misma en el tradicional autorretrato y por lo que me cuenta, su vida y la de su extensa familia permanecen ligadas, tanto al Casco Antiguo, como a la hostelería. “Soy la cuarta de un total de doce hermanos. Todos hemos trabajado en el sector hostelero aunque, bien es cierto que unos más y otros menos. Algunos ya estamos jubilados y otros han tirado por caminos diferentes. Pero mi vida ha sido de mi casa a San Francisco y de San Francisco a mi casa friendo calamares que era lo que sabía. Nosotros hemos nacido en el Casco Antiguo: cuatro hermanos en la calle la Zarza y otros ocho en la calle Martín Cansado”.
Quiero saber cómo ella, particularmente empieza a meter cabeza en ese mundo que, como confiesa, era de hombres detrás de la barra pero en el que resultaban indispensables las mujeres en la cocina. “Mi padre trabajaba en la casa de Cervezas de la Cruz Campo y el dueño le comentó la posibilidad de que regentara el negocio del kiosco. Además él también tuvo el Club Taurino o el Tiro Pichón entre otros muchos negocios, por tanto contaba con bastante experiencia hostelera. Comenzamos en el kiosco y yo me vine junto con el resto de mis hermanos a trabajar aquí. Eramos muchos para tener empleados al principio, la verdad, aunque luego sí que tuvimos, claro. Además, yo me casé también con un hostelero”.
¿Le hiciste uno de tus suculentos bocadillos de calamares y lo quedaste prendado?, o ¿cómo fue?.
“Sí, sí, más o menos así fue la cosa, no creas. Iba para militar y al final se quedó trabajando en el gremio porque su padre tenía un bar en San Roque”.
Ahora, ambas tenemos frente a nosotras un gran ventanal por el que la luz del atardecer se va haciendo tímida y aunque no puedo percibirlo, mi mente hace un flashback imaginando qué se vería años atrás. ¿Cómo era San Francisco y aquel kiosco?, ¿Quién compraría aquellos bocadillos?…
“Hombre, tengo que reconocer que ahora es más bonito, pero antes era más entrañable. El kiosco donde trabajábamos era pequeño. El de ahora es más bonito y cómodo, claro. El nuestro no tenía tantas comodidades. He pasado muchos años muy incómoda, no teníamos ni cristales siquiera. Recuerdo que nos poníamos papeles de periódico en el pecho y en la espalda para evitar el frío. El único calor, pues el de la freidora. Al principio tuvimos dos pequeñas y luego, una industrial. Pero ni con eso teníamos suficiente. Recuerdo en carnavales cuando venían los niños de por ahí entraban en San Francisco y decían: qué olor más rico¡. Entonces era cuando San Francisco olía a calamares…Además se nos terminaba el pan, íbamos a comprar más a la panadería de al lado y se comían el bocadillo con el pan y los calamares recién hechos y les encantaban. Costaban seis pesetas y la caña tres pesetas. Recuerdo dar las vueltas de diez y que siempre debíamos tener muchas pesetas para dar los cambios. De todas maneras, yo los hacía y en la barra estaba poco, la verdad”.
¿Por qué esa especialidad y esa fama en cuanto a los bocadillos de calamares?.
“Pues mira, el kiosco no era grande y no podíamos hacer otras cosas como gambas al ajillo, o carne con tomate en la cocina. No teníamos sitio. Sí que se vendían bocadillos de jamón o queso para aquellos a quienes no les gustasen los calamares, pero la especialidad era lo que era”.
¿Cómo era la gente que iba a ese San Francisco de antaño?. Cuando le hago esta pregunta a Ángela Martínez, su voz calidece y la memoria le da un abrazo reconfortante. Su tono cambia y disfruta con lo que me cuenta. Se acerca más a mí, olvidando por instantes, ese miedo al maldito Covid que hace unos minutos, fuera de la grabación, me comentaba que la tenía en vilo.
“Madre mía, qué buenos tiempos eran aquellos, Susana. Recuerdo que venía mucha gente, familias de los pueblos cercanos a Badajoz al médico o a hacer gestiones y lo hacían en taxi. No había tantos autobuses como ahora y se juntaban en grupos que pasaban el día en la ciudad. Teníamos el hospital aquí al lado y el que venía de conductor, recuerdo que solía esperarles por aquí cerca, dando vueltas por Badajoz. Entonces, la Marina, la llevaba un buen amigo de mi padre y le decía: “Pepe, vete preparándome a este o aquel camarero que ya sabes que aquí los necesitamos ya curtidos”, por tanto nuestro kiosco era la antesala de aprendizaje de la Marina. Además, otra anécdota que recuerdo de manera entrañable, cuando los grupos de mujeres nos pedían ver la novela de Ama Rosa en el kiosco porque no les daba tiempo a llegar al pueblo y no se la querían perder. Era un kiosco familiar y entrañable, de verdad”.
Esa época de un antaño que a Ángela y su hermana que la acompaña, les trae maravillosos recuerdos y las sitúa en su niñez, la adolescencia y en la vida adulta, incluso ahora en su madurez en el mismo escenario: el Barrio Alto. Ellas saben de su historia, de sus cambios y de lo intrínseco del Casco y por él le quiero preguntar. Deseo que me haga una cronología de corte y confección y me diga qué le falta y que le sobra y cómo ha cambiado en tanto tiempo. Ángela asegura que de tiempos antiguos quedan cosas pero es diferente. Se centra en la figura de los gitanos y se explica. “Nosotros nos hemos criado y convivido con los gitanos. En el kiosco hemos tenido chicas gitanas trabajando y eran extraordinarias. Y a mí, al vivir allí, me decía la gente que si yo era capaz de irme sola a las tres de la mañana a la calle Morales, que si me iba a pasar algo. Yo siempre respondía con lo mismo. Les decía que a mí todo el mundo me conocía y me quería y que no tenía por qué pasarme nada. Hoy me siguen conociendo y nos seguimos queriendo. No se por qué hay personas que hablan mal del barrio. A mí nunca me ha pasado nada”.
Una persona que piensa de esta forma y que da tanto, con sus modales, su educación, su cultura y su templanza cuando habla. Me pregunto qué pensará del futuro del Casco Antiguo, donde por cierto, sigue viviendo hoy a sus más de ochenta años y sobre todo, qué mensaje puede lanzar a los jóvenes emprendedores que plantan la semilla de la ilusión en este Barrio Alto de nuestros amores y que han pasado y pasarán por aquí para explicarnos sus proyectos. Ángela es clara también en este sentido mostrando una lucidez maravillosa y dejándome con un buen sabor de boca. “Va todo muy lento. Se consiguen cosas pero se necesita darle más vida. Desde que han abierto el Faro la calle Menacho ya no es lo mismo. Antes era una feria. A todos esos jóvenes les digo que sigan apostando por nuestro Casco Antiguo, que no se rindan y que solo así, esto volverá a ser el barrio que fue. Ellos tienen ahora la posibilidad de hacerlo resucitar, que no la desperdicien”.
Preciosa entrevista hay tanto amor y tanta paz en éstas palabras, pero que voy a decir yo, que soy la hija de Ángela.
Orgullosa de mi familia,tenémos tantas historias que contar…
Te quiero mamá eres tan buena.
Felicidades a Susana por esta entrevista tan bonita, gracias.